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RICARDO DARIO PRIMO

domingo, 3 de abril de 2022

EL ETERNO RETORNO DE MARTÍN FIERRO, Un cuento con fuerte base emiliana de Miguel Bottarelli

 

1.    El eterno retorno de Martín Fierro

 

“Atención pido al silencio, y silencio a la atención,

 que voy en esta ocasión, si me ayuda la memoria,

 a mostrarle que a mi historia, le faltaba lo mejor.”

 José Hernández-“Martín Fierro”

 

“Los colores fueron el blanco y negro

 por la ausencia de colorantes y productos químicos”

(en la fábrica textil, hacia 1894)

 Ricardo D. Primo.“Blanco y Negro, ayer y hoy”.

 

 “El gaucho afina la guitarra y ensaya un rasguido que levanta aplausos. Teme que un lengua larga lo reconozca: es el eterno perseguido.

Don Zenón Manrique, sin embargo, se sabe local y ganador; está entre su gente y es el único que conoce el secreto de su rival. Cuando invita al matrero a salir todos presagian lo peor, pero él es hombre de ley y le juramenta silencio.

La pulpería de Napoleón está repleta y Martín Fierro ya no puede escapar de su destino.”

 

La justicia es lenta. Recién en 1884 el matrero Martín Fierro fue condenado por sus crímenes y la deserción al ejército. El castigo es ejemplar, para que escarmienten los gauchos que quedan.

El Juez consideró agravante que el reo, convertido en una figura famosa y admirada tras la primera parte de la obra, evadiendo la ley se haya atrevido a aparecer públicamente en una segunda parte llamada “La vuelta de Martín Fierro”. Por esta provocación le es aplicada la Ley del Talión y condenado al eterno retorno. Así es que se le ordena volver, una y otra vez, a su desdichada vida de fortines, tolderías, muertes y persecuciones.

En febrero de 1872 Hernández se confinó en el Hotel Argentino, a metros de la Plaza de Mayo, para dar rienda suelta a la inspiración que se convirtió en la primera parte de la vida de Martín Fierro. Permaneció allí varios meses sin contacto con amigos ni familiares. En noviembre de ese año publicó la obra, pagada de su bolsillo, en 78 páginas impresas en papel de estraza. Inmediatamente fue furor entre el gauchaje a quienes los payadores les leyeron el libro en las pulperías.

El éxito de la primera parte obligó a Martín Fierro a pegar la vuelta siete años después. En ella, pese a la voluntad del gaucho de insertarse en el sistema capitalista o civilizado, nada pudo hacer para torcer su desangelado destino.

El fallo en segunda instancia sorprendió a Hernández -conocido entre sus contemporáneos como “El Gordo Matraca” por ser corpulento y de voz resonante- prendido en las guerras civiles del mil ochocientos y le impone revivir a su personaje; condenar a su criatura con una existencia infinita.

Sin entusiasmo, el escritor bosquejó la tercera parte del gran libro nacional, pero la muerte -que nada entiende de plazos y postergaciones- lo reclamó dos años después de la manda judicial. Muerto el autor, sólo quedó la memoria colectiva y los cultores de lo popular para dar vida al gaucho y cumplir con la injusta sentencia.

Así, en 1913, Leopoldo Lugones exaltó la figura del matrero, convertido ahora en prototipo del hombre de las pampas y víctima de las injusticias de los poderosos. Más tarde, Borges lo evocó en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” y le procuró un mejor destino en “El fin”. En el sesenta y dos, Juan Carlos Castagnino inmortalizó su estampa a la manera del Che, de Korda. Ya en el nuevo siglo, y a falta de una historia oficial que lo perviva, Fontanarrosa logró retornar al gaucho en una edición ilustrada.

 

El tiempo todo lo remeda: a inicios de los cincuenta, un descendiente de don José Hernández, que en una tarde de lluvia hurgaba en viejos recuerdos familiares, encontró los manuscritos del poeta y sintió el llamado de los genes.

Inspirado por la herencia recibida, decide completar el interrumpido desarrollo, dando a luz la tercera parte de la inmortal obra, que tituló: “Qué me voy a ir, si siempre estoy volviendo”.

 

“Para el momento que ocupa el relato las circunstancias han cambiado y los nefastos duelos a facón son cosa del pasado. Por fortuna, aún quedan en la pampa pulperías gauchas donde los paisanos errabundos apaciguan sus pesares.

En un pueblo que es casi Santa Fe, la “Pulpería de Napoleón” reúne cada atardecer a moradores del lugar y a boyeros, que pasan rumbo a San Nicolás de los Arroyos para conseguir un lugar donde apearse y hacer noche.

Apenas arden las primeras luces en La Emilia, la esquina de avenida Córdoba y A. González rebosa de parroquianos apurando picadas, semillón y guitarras. El vate del lugar es don Zenón Manrique, famoso además por sus habilidades futbolísticas desplegadas en el equipo blanquinegro de la fábrica textil.

En la llanura no hay escenario mejor para la primera de las eternas vueltas que sojuzgan al gaucho. La cosa se da casi por casualidad, la noche del dos de octubre de 1951, en pleno festejo de los cincuenta y nueve años de la planta industrial, después de un partido de fútbol entre La Emilia y River, después de las actuaciones, en el teatro del pueblo, de Ángel Magaña, Virginia Luque y Héctor Gagliardi.

Allí se encuentra Manrique, guitarra en mano, frente a frente con el fiero matrero.

El afamado escritor Manuel Peyrou es llamado de urgencia desde San Nicolás, y designado supervisor y desempatador de la tenida. Lejos de los duelos a cuchillo, Fierro necesita de una nueva revuelta, con mucho alboroto, que justifique la esperada tercera parte de la saga.

Agiornado a los nuevos tiempos, la justa consiste en que uno de los payadores debe primeriar arrancando con la estrofa inicial de una zamba a su elección. Si el público considera que es bien tocada y cantada -Peyrou dispone de un aplausómetro- se lo habilita para tirar al ruedo una palabra lo suficientemente larga como para poner en aprietos al rival, que a su turno, debe continuar con la estrofa siguiente de la canción elegida -y de superar el requisito de la aceptación de los parroquianos- contestarle al primero con otra palabra, agregando exactamente una letra más que la última pronunciada por su contrincante.

Peyrou imparte las reglas, prohibiendo repeticiones y palabras no reconocidas en el idioma castellano; no permite utilizar plurales, términos médico-químicos, aquellas que designan números y las terminadas en mente. Acto seguido habilita a Manrique, por puro localismo, para iniciar la ronda. Los emilianos, que habían cubierto la espera de Peyrou con unos tragos, dan color al atiborrado boliche.

Manrique comienza con la primera estrofa de “Zamba de Vargas” en su versión federal; el apeadero estalla en aplausos. Con esa aprobación puede al fin musitar su frase: “sabelotodo”, ante el asombro de los suyos y la aceptación del Juez quien informa de viva voz a los presentes —¡Diez letras, tiene!

Martín Fierro comprende que la provocación le exige un esfuerzo mayor que el empleado para achurar al negro aquella noche relatada en la primera parte del libro. Luego de entonar la siguiente estrofa de la zambita, sin esperar que los murmullos terminen, le tira: “onomatopeya”.

Peyrou, un hombre de letras, comprueba que la justa es entre paisanos instruidos y, colocándose las manos detrás de las orejas, alienta a los presentes a escuchar con atención.

Manrique esta vez encara con el recitado de Peralta Luna. El paisanaje, con un “Adentro”, le apura a contestar. Un tanto compadrito, deja caer: “boquiabierto”. El duelo va por las doce letras.

Fierro ni siquiera pestañea. Arremete la segunda parte de la canción y entre los gritos del público, replica: “caleidoscopio”. Manrique, confundido, sonríe como aquellos boxeadores a los que le pegan fuerte y quieren disimular.

El emiliano, sin embargo, muestra su talla. Completa la zamba, agradece los aplausos, y de pronto se sumerge en un silencio que parece durar un siglo. Interrumpiendo los murmullos, reacciona, y sin inmutarse, espeta: “paralelepípedo”, y hasta el letrado Peyrou se ve obligado a pensar antes de aprobar lo actuado.

Van por las catorce letras y el frío de la noche contrasta con el ardor interno en el también almacén de campo que atiende la esposa del dueño. Napoleón apenas puede controlar el orden. Pero, ¿por cuánto tiempo más podrá hacerlo?

Los no habitués, entre apretujones, se sienten sofocados.

 

Comienza otra etapa de la contienda y una nueva exigencia es incorporada: no bien finalice cada estrofa de la canción elegida, será Peyrou quien falle si ha sido correctamente interpretada, y a partir de allí, cada payador dispondrá de cinco segundos para dar a conocer su palabra. Acto seguido, por aclamación, se designa a Lancha -un reputado comerciante del pueblo- para efectuar el conteo a la manera de un árbitro de box.

Los lugareños, percatados de la valía del forastero, comienzan a alentar al local perdiendo toda objetividad.

Nada está dicho aún: un grupo de siete muchachones ingresa a la pulpería. Es la barra que acompaña a Jacinto el “gato” López, jugador de fútbol estrella del equipo emiliano, y claramente competidor en fama y goles con el payador Manrique.

Rápidamente toman partido por Fierro e invitan a todos los presentes con una ronda de grapa. Don Napoleón, detrás del mostrador, lamenta no haber contratado una póliza sobre bienes y mercaderías que le intentó vender esa semana un corredor de seguros de Villa Constitución.

La cosa sigue con “La Pulpera de Santa Lucía”, valsecito que es desgranado en estrofas, y a su turno, por los payadores. Manrique retoma con “radioaficionado”, de quince, y Fierro le responde con “descarrilamiento”, agregando una letra más.

Manrique retruca: “electromagnetismo” y Fierro le responde con “nacionalsocialista”. Manrique duda al decir “otorrinolaringólogo”, aunque es convalidado. Fierro, sobre el canto de los cinco segundos, grita “desindustrialización”.

¡Han llegado a las veinte letras y los payadores están frescos!

Antes de la palabra con veintiuna letras el clima empeora. Los admiradores de Manrique vitorean su nombre y los guasos de López responden con gestos obscenos, cantando “Olé… gató…gató”, mezclando indebidamente las pasiones futboleras con el familiar entrevero.

Manrique apura la payada para atemperar los ánimos. Así, abandonando los temas criollos, arranca del encordado los primeros acordes de “Salud, dinero y amor” de Sciammarella, dedicado por el autor a don Julián Centeya. Tras cantar “Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”, el payador tira: “contrarrevolucionario”, de veintiuna letras.

Fierro, templado en estos entuertos, comprende el gesto de Manrique y cuando avanza con “El que tenga un amor…”, al grito de: “¡Todos!” pide al público que alcen las manos, distendiendo el ambiente. Los presentes, a coro, responden: “Que lo cuide, que lo cuide...”. Peyrou decide aflojar las reglas de la competencia y pide a Lancha que abandone el conteo, mientras acompaña la melodía con gestos de director de orquesta.

 

Aprovechando el bullicio, los seguidores del “gato” López comienzan a arrojar cuadraditos de mortadela hacia el sector de los no habitués, quienes con buen tino, no responden a la provocación. El fiambre compone un triolet de maníes y papitas saladas que acompañan regularmente a cada trago. Fierro retoma la iniciativa y, segundos antes de la hecatombe, lanza la palabra esperada, de veintidós: “anticonstitucionalidad”.

La palabra siguiente corresponde a Manrique, que se encuentra visiblemente afectado por los incidentes que manchan la contienda y constituyen una vergüenza para el orgulloso pueblo. Como cuando un cantor copa la parada pero flaquea en su interpretación, el auditorio comienza a acompañarlo en coro, aquí el público intenta soplarle al local una palabra con veintitrés.

Peyrou pretende ordenar la reunión: pide colaboración a los payadores y reprime la actitud de los seguidores de Manrique. Napoleón lo intenta a su vez -con idéntico fracaso- ante los prepotentes admiradores del “gato” López.

Don Salvador Córdoba, miembro de la familia fundadora, directivo de la textil que da vida al pueblo y reconocido amante del deporte, es quien trata ahora de mediar en la reyerta, ya que comparte su simpatía por ambas estrellas de su equipo. A los gritos les asegura a ambos bandos: “¡Cada uno tendrá su placa en el estadio!”. Cuando la palabra del respetado dirigente ni siquiera es escuchada, Manrique comprende que es momento de meter violín en bolsa.

El revuelo despierta a la autoridad que de inmediato -el pueblo no es extenso- llega a la puerta de la redondeada construcción.

Manrique mastica: “electroencefalografista”, palabra con la que hubiera vencido y que nunca dice, y en muestra de grandeza se funde en un abrazo con López. Mientras tanto, Napoleón arregla la huida de Fierro, ahora oculto en el dormitorio del matrimonio.

El gaucho, carne de desgracias, arropado con el traje del dueño de casa, salta por la ventana de la habitación que da a la calle González y para disimular, camina la primera cuadra llevando de la mano a Hugo, hijo del pulpero, y a Oscar, del propio Manrique.

En la esquina de Quintín Córdoba, Fierro saluda a las criaturas y comienza a correr -sin mirar atrás- para alejarse lo suficiente del revoltoso lugar.”

 

En la tercera parte de la obra, Hernández ocultó a Fierro en el tajamar del Arroyo del medio, y calmado el ambiente, lo hace pasar la noche en la casona de los Primo, lugar donde recupera su vestimenta.

Al alba, el matrero repechó rumbo a Ramallo, el mismo destino seguido por su hijo mayor en la despedida final que cierra la segunda parte del libro; obra que don José Hernández, en 1879, tituló ingenuamente “La vuelta de Martín Fierro”, sin saber que condenaba a un gaucho de su propia sangre, con la vida eterna.


 

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