1.
El eterno retorno de Martín Fierro
“Atención pido al silencio, y
silencio a la atención,
que voy en esta ocasión, si me ayuda la
memoria,
a mostrarle que a mi historia, le faltaba lo
mejor.”
José Hernández-“Martín Fierro”
“Los colores fueron el blanco y
negro
por la ausencia de colorantes y productos
químicos”
(en la fábrica textil, hacia 1894)
Ricardo D. Primo.“Blanco y Negro, ayer y hoy”.
“El gaucho afina la
guitarra y ensaya un rasguido que levanta aplausos. Teme que un lengua larga lo
reconozca: es el eterno perseguido.
Don Zenón Manrique, sin embargo, se sabe local y ganador; está
entre su gente y es el único que conoce el secreto de su rival. Cuando invita
al matrero a salir todos presagian lo peor, pero él es hombre de ley y le
juramenta silencio.
La pulpería de Napoleón está repleta y Martín Fierro ya no puede
escapar de su destino.”
La justicia es lenta. Recién en 1884 el matrero Martín Fierro fue
condenado por sus crímenes y la deserción al ejército. El castigo es ejemplar,
para que escarmienten los gauchos que quedan.
El Juez consideró agravante que el reo, convertido en una figura
famosa y admirada tras la primera parte de la obra, evadiendo la ley se haya
atrevido a aparecer públicamente en una segunda parte llamada “La vuelta de Martín
Fierro”. Por esta provocación le es aplicada la Ley del Talión y condenado al
eterno retorno. Así es que se le ordena volver, una y otra vez, a su desdichada
vida de fortines, tolderías, muertes y persecuciones.
En febrero de 1872 Hernández se confinó en el Hotel Argentino, a
metros de la Plaza de Mayo, para dar rienda suelta a la inspiración que se
convirtió en la primera parte de la vida de Martín Fierro. Permaneció allí
varios meses sin contacto con amigos ni familiares. En noviembre de ese año publicó
la obra, pagada de su bolsillo, en 78 páginas impresas en papel de estraza.
Inmediatamente fue furor entre el gauchaje a quienes los payadores les leyeron
el libro en las pulperías.
El éxito de la primera parte obligó a Martín Fierro a pegar la
vuelta siete años después. En ella, pese a la voluntad del gaucho de insertarse
en el sistema capitalista o civilizado, nada pudo hacer para torcer su
desangelado destino.
El fallo en segunda instancia sorprendió a Hernández -conocido
entre sus contemporáneos como “El Gordo Matraca” por ser corpulento y de voz
resonante- prendido en las guerras civiles del mil ochocientos y le impone
revivir a su personaje; condenar a su criatura con una existencia infinita.
Sin entusiasmo, el escritor bosquejó la tercera parte del gran
libro nacional, pero la muerte -que nada entiende de plazos y postergaciones-
lo reclamó dos años después de la manda judicial. Muerto el autor, sólo quedó
la memoria colectiva y los cultores de lo popular para dar vida al gaucho y
cumplir con la injusta sentencia.
Así, en 1913, Leopoldo Lugones exaltó la figura del matrero,
convertido ahora en prototipo del hombre de las pampas y víctima de las
injusticias de los poderosos. Más tarde, Borges lo evocó en “Biografía de Tadeo
Isidoro Cruz” y le procuró un mejor destino en “El fin”. En el sesenta y dos,
Juan Carlos Castagnino inmortalizó su estampa a la manera del Che, de Korda. Ya
en el nuevo siglo, y a falta de una historia oficial que lo perviva,
Fontanarrosa logró retornar al gaucho en una edición ilustrada.
El tiempo todo lo remeda: a inicios de los cincuenta, un
descendiente de don José Hernández, que en una tarde de lluvia hurgaba en
viejos recuerdos familiares, encontró los manuscritos del poeta y sintió el
llamado de los genes.
Inspirado por la herencia recibida, decide completar el
interrumpido desarrollo, dando a luz la tercera parte de la inmortal obra, que
tituló: “Qué me voy a ir, si siempre estoy volviendo”.
“Para el momento que ocupa el relato las circunstancias han
cambiado y los nefastos duelos a facón son cosa del pasado. Por fortuna, aún
quedan en la pampa pulperías gauchas donde los paisanos errabundos apaciguan
sus pesares.
En un pueblo que es casi Santa Fe, la “Pulpería de Napoleón” reúne
cada atardecer a moradores del lugar y a boyeros, que pasan rumbo a San Nicolás
de los Arroyos para conseguir un lugar donde apearse y hacer noche.
Apenas arden las primeras luces en La Emilia, la esquina de
avenida Córdoba y A. González rebosa de parroquianos apurando picadas, semillón
y guitarras. El vate del lugar es don Zenón Manrique, famoso además por sus
habilidades futbolísticas desplegadas en el equipo blanquinegro de la fábrica
textil.
En la llanura no hay escenario mejor para la primera de las
eternas vueltas que sojuzgan al gaucho. La cosa se da casi por casualidad, la
noche del dos de octubre de 1951, en pleno festejo de los cincuenta y nueve
años de la planta industrial, después de un partido de fútbol entre La Emilia y
River, después de las actuaciones, en el teatro del pueblo, de Ángel Magaña,
Virginia Luque y Héctor Gagliardi.
Allí se encuentra Manrique, guitarra en mano, frente a frente con
el fiero matrero.
El afamado escritor Manuel Peyrou es llamado de urgencia desde San
Nicolás, y designado supervisor y desempatador de la tenida. Lejos de los
duelos a cuchillo, Fierro necesita de una nueva revuelta, con mucho alboroto,
que justifique la esperada tercera parte de la saga.
Agiornado a los nuevos tiempos, la justa consiste en que uno de
los payadores debe primeriar arrancando con la estrofa inicial de una zamba a
su elección. Si el público considera que es bien tocada y cantada -Peyrou
dispone de un aplausómetro- se lo habilita para tirar al ruedo una palabra lo
suficientemente larga como para poner en aprietos al rival, que a su turno,
debe continuar con la estrofa siguiente de la canción elegida -y de superar el
requisito de la aceptación de los parroquianos- contestarle al primero con otra
palabra, agregando exactamente una letra más que la última pronunciada por su
contrincante.
Peyrou imparte las reglas, prohibiendo repeticiones y palabras no
reconocidas en el idioma castellano; no permite utilizar plurales, términos
médico-químicos, aquellas que designan números y las terminadas en mente. Acto
seguido habilita a Manrique, por puro localismo, para iniciar la ronda. Los
emilianos, que habían cubierto la espera de Peyrou con unos tragos, dan color
al atiborrado boliche.
Manrique comienza con la primera estrofa de “Zamba de Vargas” en
su versión federal; el apeadero estalla en aplausos. Con esa aprobación puede
al fin musitar su frase: “sabelotodo”, ante el asombro de los suyos y la
aceptación del Juez quien informa de viva voz a los presentes —¡Diez letras,
tiene!
Martín Fierro comprende que la provocación le exige un esfuerzo
mayor que el empleado para achurar al negro aquella noche relatada en la
primera parte del libro. Luego de entonar la siguiente estrofa de la zambita,
sin esperar que los murmullos terminen, le tira: “onomatopeya”.
Peyrou, un hombre de letras, comprueba que la justa es entre
paisanos instruidos y, colocándose las manos detrás de las orejas, alienta a
los presentes a escuchar con atención.
Manrique esta vez encara con el recitado de Peralta Luna. El
paisanaje, con un “Adentro”, le apura a contestar. Un tanto compadrito, deja
caer: “boquiabierto”. El duelo va por las doce letras.
Fierro ni siquiera pestañea. Arremete la segunda parte de la
canción y entre los gritos del público, replica: “caleidoscopio”. Manrique,
confundido, sonríe como aquellos boxeadores a los que le pegan fuerte y quieren
disimular.
El emiliano, sin embargo, muestra su talla. Completa la zamba,
agradece los aplausos, y de pronto se sumerge en un silencio que parece durar
un siglo. Interrumpiendo los murmullos, reacciona, y sin inmutarse, espeta: “paralelepípedo”,
y hasta el letrado Peyrou se ve obligado a pensar antes de aprobar lo actuado.
Van por las catorce letras y el frío de la noche contrasta con el
ardor interno en el también almacén de campo que atiende la esposa del dueño.
Napoleón apenas puede controlar el orden. Pero, ¿por cuánto tiempo más podrá
hacerlo?
Los no habitués, entre apretujones, se sienten sofocados.
Comienza otra etapa de la contienda y una nueva exigencia es
incorporada: no bien finalice cada estrofa de la canción elegida, será Peyrou
quien falle si ha sido correctamente interpretada, y a partir de allí, cada
payador dispondrá de cinco segundos para dar a conocer su palabra. Acto
seguido, por aclamación, se designa a Lancha -un reputado comerciante del
pueblo- para efectuar el conteo a la manera de un árbitro de box.
Los lugareños, percatados de la valía del forastero, comienzan a
alentar al local perdiendo toda objetividad.
Nada está dicho aún: un grupo de siete muchachones ingresa a la
pulpería. Es la barra que acompaña a Jacinto el “gato” López, jugador de fútbol
estrella del equipo emiliano, y claramente competidor en fama y goles con el
payador Manrique.
Rápidamente toman partido por Fierro e invitan a todos los
presentes con una ronda de grapa. Don Napoleón, detrás del mostrador, lamenta
no haber contratado una póliza sobre bienes y mercaderías que le intentó vender
esa semana un corredor de seguros de Villa Constitución.
La cosa sigue con “La Pulpera de Santa Lucía”, valsecito que es
desgranado en estrofas, y a su turno, por los payadores. Manrique retoma con
“radioaficionado”, de quince, y Fierro le responde con “descarrilamiento”,
agregando una letra más.
Manrique retruca: “electromagnetismo” y Fierro le responde con
“nacionalsocialista”. Manrique duda al decir “otorrinolaringólogo”, aunque es
convalidado. Fierro, sobre el canto de los cinco segundos, grita
“desindustrialización”.
¡Han llegado a las veinte letras y los payadores están frescos!
Antes de la palabra con veintiuna letras el clima empeora. Los
admiradores de Manrique vitorean su nombre y los guasos de López responden con
gestos obscenos, cantando “Olé… gató…gató”, mezclando indebidamente las
pasiones futboleras con el familiar entrevero.
Manrique apura la payada para atemperar los ánimos. Así,
abandonando los temas criollos, arranca del encordado los primeros acordes de
“Salud, dinero y amor” de Sciammarella, dedicado por el autor a don Julián
Centeya. Tras cantar “Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”, el
payador tira: “contrarrevolucionario”, de veintiuna letras.
Fierro, templado en estos entuertos, comprende el gesto de
Manrique y cuando avanza con “El que tenga un amor…”, al grito de: “¡Todos!”
pide al público que alcen las manos, distendiendo el ambiente. Los presentes, a
coro, responden: “Que lo cuide, que lo cuide...”. Peyrou decide aflojar las
reglas de la competencia y pide a Lancha que abandone el conteo, mientras
acompaña la melodía con gestos de director de orquesta.
Aprovechando el bullicio, los seguidores del “gato” López
comienzan a arrojar cuadraditos de mortadela hacia el sector de los no
habitués, quienes con buen tino, no responden a la provocación. El fiambre
compone un triolet de maníes y papitas saladas que acompañan regularmente a
cada trago. Fierro retoma la iniciativa y, segundos antes de la hecatombe,
lanza la palabra esperada, de veintidós: “anticonstitucionalidad”.
La palabra siguiente corresponde a Manrique, que se encuentra
visiblemente afectado por los incidentes que manchan la contienda y constituyen
una vergüenza para el orgulloso pueblo. Como cuando un cantor copa la parada
pero flaquea en su interpretación, el auditorio comienza a acompañarlo en coro,
aquí el público intenta soplarle al local una palabra con veintitrés.
Peyrou pretende ordenar la reunión: pide colaboración a los payadores
y reprime la actitud de los seguidores de Manrique. Napoleón lo intenta a su
vez -con idéntico fracaso- ante los prepotentes admiradores del “gato” López.
Don Salvador Córdoba, miembro de la familia fundadora, directivo
de la textil que da vida al pueblo y reconocido amante del deporte, es quien
trata ahora de mediar en la reyerta, ya que comparte su simpatía por ambas
estrellas de su equipo. A los gritos les asegura a ambos bandos: “¡Cada uno
tendrá su placa en el estadio!”. Cuando la palabra del respetado dirigente ni
siquiera es escuchada, Manrique comprende que es momento de meter violín en
bolsa.
El revuelo despierta a la autoridad que de inmediato -el pueblo no
es extenso- llega a la puerta de la redondeada construcción.
Manrique mastica: “electroencefalografista”, palabra con la que
hubiera vencido y que nunca dice, y en muestra de grandeza se funde en un
abrazo con López. Mientras tanto, Napoleón arregla la huida de Fierro, ahora
oculto en el dormitorio del matrimonio.
El gaucho, carne de desgracias, arropado con el traje del dueño de
casa, salta por la ventana de la habitación que da a la calle González y para
disimular, camina la primera cuadra llevando de la mano a Hugo, hijo del
pulpero, y a Oscar, del propio Manrique.
En la esquina de Quintín Córdoba, Fierro saluda a las criaturas y
comienza a correr -sin mirar atrás- para alejarse lo suficiente del revoltoso
lugar.”
En la tercera parte de la obra, Hernández ocultó a Fierro en el
tajamar del Arroyo del medio, y calmado el ambiente, lo hace pasar la noche en
la casona de los Primo, lugar donde recupera su vestimenta.
Al alba, el matrero repechó rumbo a Ramallo, el mismo destino
seguido por su hijo mayor en la despedida final que cierra la segunda parte del
libro; obra que don José Hernández, en 1879, tituló ingenuamente “La vuelta de
Martín Fierro”, sin saber que condenaba a un gaucho de su propia sangre, con la
vida eterna.
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